La jipi japa, la palma de iraca, la palma toquilla o la Carludovica Palmata, como la bautizaron las expediciones botánicas venidas de Madrid en 1798, cuyo objetivo era catalogar todos los impresionantes descubrimientos que se hacían en el nuevo mundo. En realidad, no es una palma, aunque si una prima lejana de estas, con quienes además comparte el mismo orden, son Espatifloras. Siendo precisos, se trata de una herbácea que puede alcanzar sin problemas 2,5 metros de altura y que ya era ampliamente conocida por los pueblos precolombinos que habitaban las costas de América, desde México hasta Chile. Ellos la usaban para manufacturar sombreros, cestas, techumbres y otros artículos usados en el día a día. La toquilla crece de forma silvestre, pese a lo cual hoy en día es común encontrar toquillales con un buen grado de tecnificación, por muchas zonas costeras del Ecuador. Para la confección de los sombreros finos de paja toquilla, solamente se usan los tallos tiernos que aún no han madurado, que se procesan de un modo artesanal para obtener unas fibras suaves, flexibles y muy resistentes.
El día el cual Domingo Carranza señala en el calendario como el ideal para hacer la recogida de la materia prima, que mantiene vivo el taller familiar, ha de venir precedido por unos días de lluvias o al menos con unas condiciones de alta humedad, con el objetivo de que los cogollos recolectados estén verdes y flexibles para que no se quiebren durante el transporte. El toquillal favorito de Domingo Carranza, está a tres horas a pie desde su casa, por un camino de herradura, imposible para cualquier vehículo a motor. Normalmente se levanta muy temprano junto a su hijo Javier Carranza, quien diligentemente prepara las cuerdas, los machetes y las botas. Mientras tanto, doña Mary como cada madrugada apura los fogones de su nueva estufa para que sus hombres marchen con el estómago lleno.
Al llegar al toquillal tras una minuciosa inspección, se escogen los tallos que se van a cosechar, se revisa la salud del bosque en general, y con cortes limpios del machete se van recolectando los tallos verdes.
Una vez en casa, se toman los cogollos, se limpian y se hace un exhaustivo control de calidad para apartar aquellos que estén golpeados, marcados o rotos. Acto seguido, se golpean suave y firmemente con el fin de que las cintas del tallo se separen unas de otras. Luego se vuelven a clasificar por color, calidad y suavidad. Por último, con la punta de un cuerno de venado se hace el desgarrado que consiste en separar en fibras aún más finas el cogollo. Al final del proceso, la apariencia de este es más la de un penacho de fibras que los juncos verdes que llegaron a lomos de los artesanos.
Mientras los hombres amarran los manojos de paja para que no se enreden durante la cocción, doña Mary y sus hijas prepararan una gran olla en el fogón de leña, donde se introducen cuando el agua está hirviendo. Pasados unos segundos, se retiran los manojos, se desatan y se sacuden para retirar el exceso de agua. Finalmente, se cuelgan al aire libre para que la luna termine de secarlos, proceso que ayuda a fijar el tono de la paja.
Se cuelgan los cogollos en el interior del primitivo horno de la casa. Se introducen unas brasas de carbón al rojo vivo, que son cubiertas con azufre, lo cual genera unos vapores que impregnan la paja para blanquearla, además de suavizarla. Tras unas horas, se retira y se cuelga nuevamente para exponerla a la luz de la luna, tantas noches como la experiencia de Domingo Carranza determine que es aconsejable. Llegados a este momento, pueden haber transcurrido dos semanas de proceso de la palma toquilla y es solo desde este punto que tenemos la paja lista como material viable para tejer un sombrero fino de paja toquilla.